Homilía de monseñor Silvio Báez 19 octubre 2025 Domingo XIX del Tiempo Ordinario
Oct 19, 2025
En el evangelio de este domingo Jesús cuenta una parábola para enseñar a sus discípulos la necesidad de orar siempre y sin desfallecer” (cf. Lc 18,1-8). Hay dos personajes en la parábola: un juez, “que no temía a Dios ni respetaba a los hombres”, un juez perverso, sin escrúpulos, que no creía en Dios, no respetaba la ley, ni le importaba la gente; y una viuda, una mujer sola y seguramente pobre como todas las viudas de la época, cuyos derechos eran pisoteados con facilidad al ser personas solas e indefensas que no tenían a nadie que volviera por ellas.
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Queridos hermanos y hermanas,
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en el evangelio de este domingo,
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Jesús cuenta una parábola para enseñar a
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sus discípulos la necesidad de orar
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siempre y sin desfallecer.
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Hay dos personajes en la parábola.
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Un juez mejor que no temía a Dios
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ni respetaba a los hombres. Un juez
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perverso, sin escrúpulo. No creía en
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Dios, no respetaba la ley, ni le
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importaba la gente.
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Y una viuda, una mujer sola y
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seguramente como todas las viudas de la
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época, cuyos derechos eran pisoteados
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con facilidad al ser personas solas. e
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indefensa
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era pobre y no tenían a nadie que
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volviera por ellas.
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La viuda de la parábola acudía a aquel
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juez malvado una y otra vez, gritando
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insistentemente,
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"¡Hazme justicia contra mi adversario!"
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Lo que pide no es un privilegio, no es
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un capricho, no es un gusto personal,
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pide justicia.
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lo que piden todos los oprimidos de la
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tierra.
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Seguramente Jesús cuenta esta parábola
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porque conocía algunas mujeres pobres y
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desamparadas de Galilea, quienes como
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muchas mujeres de hoy, valientemente
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defendían sus derechos en medio de una
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sociedad corrupta y machista.
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La parábola destaca en efecto la
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valentía y la perseverancia de esta
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viuda que pese a estar desamparada
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no se resignan de la injusticia y
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enfrenta al juez malvado.
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Utiliza su voz y su perseverancia.
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Estos son los únicos recursos que tiene
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para exigir sus derechos.
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No cayó en las dos tentaciones que nos
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asaltan en situaciones de opresión e
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injusticia. El silencio y la violencia.
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El silencio no es la mejor opción cuando
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es atropellada la dignidad de las
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personas. En sociedades injustas, el
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silencio favorece a los opresores.
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La viuda tampoco usó la violencia, no
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agredió al juez.
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No hay que devolver mal por mal. No hay
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necesidad de recurrir a medios
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violentos.
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Lo que no podemos y no debemos es ser
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indiferentes y pasivos.
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La viuda del evangelio nos enseña que la
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perseverancia en la búsqueda de la
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justicia,
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aunque difícil y amarga, finalmente
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logra resultados.
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En la parábola al final el juez escucha
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sus reclamos de justicia
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y no porque fuera misericordioso
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o se dejara guiar por su recta
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conciencia, sino para que la viuda no lo
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siguiera molestando.
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Jesús saca una lección de la parábola.
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Si la viuda logró convencer al juez
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malvado con su insistencia,
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con mayor razón Dios, que es nuestro
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padre bueno y justo, dice Jesús, hará
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justicia
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a sus elegidos que claman a él día y
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noche. Además, añade Jesús, les digo
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que no los hará esperar por mucho
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tiempo, sino que les hará justicia sin
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tardar.
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A pesar de que a veces las cosas no
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mejoran como quisiéramos y la maldad
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parece imponerse implacable.
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A pesar de que a veces sentimos que Dios
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no nos oye tarda en actuar, Jesús nos
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invita a confiar en la bondad y la
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justicia de Dios y a no dejar de esperar
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en él que no tardará.
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La parábola es un llamado a la
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confianza.
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Los pobres,
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los últimos,
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los que pasan problemas y angustias,
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los pisoteados por la sociedad, los
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pueblos oprimidos, no están solos. Dios
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conoce sus dolores y escucha sus gritos.
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Dios conoce muy bien las injusticias que
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se cometen contra los débiles y actuará
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con misericordia para defenderlos.
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Esta es la esperanza que nace de nuestra
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fe en Cristo, quien como víctima
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inocente fue condenado por los poderes
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injustos, pero a quien el Padre le hizo
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justicia resucitándolo de la muerte.
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Dios tiene la última palabra en la
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historia y hará justicia a quienes le
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gritan día y noche.
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Sin embargo, mientras llega el día en
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que Dios haga justicia a los pobres y a
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las víctimas, el tiempo pasa. Pareciera
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que nadie escucha el grito de los
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inocentes maltratados. Da la impresión
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que los pueblos oprimidos están
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condenados a vivir sometidos.
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Jesús quiere que en esta larga noche de
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la historia mantengamos viva nuestra fe,
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luchando y protestando como la viuda,
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pero también orando y confiando en Dios.
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Y Jesús nos invita a orar sin
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desfallecer, sin cansarnos nunca. Es que
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la oración cansa. Claro que cansa. Cansa
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la oración, cansa el silencio de Dios.
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Cansa la espera aparentemente inútil,
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cansan las luchas aparentemente
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estériles. Nos cansamos. Moisés se cansó
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en el monte. También
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podemos permitirnos una pausa, alguna
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duda,
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un paso atrás, pero nunca hay que
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desanimarnos del todo. No hay que bajar
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definitivamente los brazos.
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Cuando nos parezca que Dios no escucha
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el grito de los oprimidos,
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contemplemos a Jesús crucificado,
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que oró en la cruz
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y fue resucitado por Dios. Ningún grito
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que brota del dolor humano queda sin ser
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escuchado por Dios. Ninguna oración se
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pierde.
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Todas, por imperfectas que sean, llegan
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hasta el corazón de nuestro Padre Dios.
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Cuando estemos tentados de indicarle a
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Dios el modo y el momento en que debe
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actuar, aprendamos de Jesús,
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que en la cruz nos enseña a abandonarnos
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confiadamente en el Padre como hijos
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amados, aún en los momentos más oscuros,
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aún sin comprender del todo.
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Esto es la fe.
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Por eso, al final de la parábola, Jesús
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hace una pregunta. decisiva,
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importantísima.
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Y cuando venga el Hijo del Hombre,
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encontrará fe sobre la tierra. Así
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termina la parábola.
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No es una pregunta banal.
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¿Qué sería el mundo
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y la humanidad sin la fe? ¿Qué pasaría
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si se rompiera la relación de fe y de
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amor entre Dios y el hombre? Viviríamos
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perdidos en la existencia, en manos del
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destino y encaminados a la nada.
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Seríamos esclavos del fatalismo
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y del miedo a la muerte, sin esperanza
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alguna de salvación,
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sin la relación de fe con Dios, seríamos
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como hijos sin padre, débiles y
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temerosos. Terminaríamos siendo esclavos
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de cualquier ídolo y nos sentiríamos
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indefensos. Frente a los poderes
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tiránicos, sin fe, ya no escucharíamos a
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Dios que despierta nuestra
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responsabilidad y nos pregunta con
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frecuencia qué estamos haciendo por
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nuestros hermanos. La fe, en lugar de
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adormecernos,
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anima nuestra lucha por el bien y la
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justicia. Sin fe en Dios, el mundo sería
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un gran desierto de conformismo,
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fatalismo y desesperanza.
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Ahora bien, la fe se alimenta de la
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oración. Por eso Jesús hoy nos invita a
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orar siempre, sin desfallecer.
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Si creemos de verdad que Dios es un juez
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justo que hará justicia a sus elegidos y
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lo hará pronto si creemos que Dios
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quiere nuestro bien, que sabe mejor que
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nosotros lo que nos conviene y en su
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mano están los momentos y el modo mejor
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de actuar en la historia, hay que volver
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a la oración con renovado entusiasmo.
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La viuda que exigió una y otra vez que
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se le hiciera justicia.
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Nos enseña que la oración perseverante
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es también una forma de rebeldía frente
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al mal y la injusticia.
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Al orar nos ponemos en manos de nuestro
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Padre Dios y nos negamos a sentirnos
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solos y débiles ante las fuerzas del
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mal. Al orar reconocemos que solo Dios
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es Dios y protestamos ante la pretensión
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de divinizarse de los poderosos.
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Al orar no cedemos ante quienes ven como
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normal el atropello de los derechos
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humanos. Al orar nos oponemos
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resueltamente a quienes piensan que las
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cosas ya no pueden cambiar.
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La oración es como la alborada de una
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nueva historia. Es como el horno en el
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que se va gestando el pan de la
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libertad. La oración es la respiración
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de nuestra fe. Alienta nuestra vida
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diaria, reanima nuestra esperanza,
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fortalece nuestra debilidad y alivia
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nuestros cansancios.
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Oremos incesantemente,
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como nos pide Jesús. Separemos algún
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momento del día para estar con el Señor,
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hablarle, mirarlo, escuchar su palabra o
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simplemente adorarlo amorosamente en
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silencio. La oración nos hará más
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humanos y creyentes, purificará nuestros
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criterios egoístas y nos hará más
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fuertes, solidarios y fraternos. Amén.
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Amén.

